Negra me dicen: Una búsqueda entre sombras y herencias
Por David J. Rocha Cortez
En un país que aún rehúye nombrar su negritud, que borra de su espejo la piel oscura de su historia, Negra me dicen irrumpe como un acto necesario. No solo por lo que propone -pensar desde el teatro la identidad afrodescendiente en El Salvador-, sino por lo que convoca: una ética de la memoria, una estética del reencuentro. En esta pieza escrita por Lorena Juárez Saavedra y presentada en el Segundo Acto 2025 del Teatro Luis Poma, el relato personal de una hija se convierte en pretexto para tejer una constelación simbólica donde lo íntimo y lo colectivo se funden.
La puesta en escena, dirigida por Pamela Pérez Rosso (Colombia), se caracteriza por una configuración sobria de recursos visuales y sonoros. Desde el inicio, el público se encuentra con una escena abierta, iluminada, en la que las intérpretes circulan entre elementos mínimos: un baúl, telas teñidas a mano y algunos objetos que irán cobrando sentido a lo largo de la obra. Esta disposición espacial no solo define el tono de la propuesta, sino que delimita el campo desde el cual se articula la memoria: el espacio íntimo, lo heredado y lo que aún está por nombrarse.

La historia es sencilla y, en ese mismo gesto, profunda: Efigenia debe llevar al mar las cenizas de su madre. No lo desea. No entiende la razón. El mar, ese lugar simbólico y real que arrastra siglos de memoria, aparece como una cifra intergeneracional, un umbral entre lo vivido y lo por decirse. Desde un baúl -que funciona como lugar de secretos, de negaciones heredadas- emerge Juana, un espíritu ancestral que acompaña a Efigenia en un viaje iniciático hacia su propia raíz. El tránsito escénico de Efigenia puede leerse como una metáfora del desplazamiento intergeneracional. El baúl, que en un principio permanece cerrado, se abre para revelar la memoria. La escena se convierte en una forma de lectura de lo heredado, y el teatro, en un lugar posible para organizar colectivamente esas memorias dispersas.
El trabajo actoral se apoya principalmente en la presencia escénica de Anma Alonso, quien asume diferentes personajes a lo largo del montaje. Su tránsito entre roles se realiza a través de matices en la voz, el cuerpo y el ritmo, sosteniendo así el hilo emocional de la propuesta. Junto a ella, Lorena Juárez Saavedra y María José Castillo —quien además es responsable de la coreografía— completan un trío que articula el relato desde el cuerpo, el movimiento y la voz. Las tres actrices construyen un espacio donde lo íntimo se entrelaza con lo ritual, abriendo en escena una serie de gestos que remiten a lo ancestral sin necesidad de enunciarlo directamente.
La música, de Eduardo Quijano, no solo acompaña sino que enmarca la atmósfera emocional del viaje, dando espesor sensorial a cada tránsito. Por su parte, el diseño escenográfico de Daniela Acosta (Colombia), Daniel Barone y Ricardo Barahona se articula sobre una serie de telones teñidos a mano que evocan agua, linajes, texturas orgánicas. Estas telas, iluminadas con sutileza y poesía, sirven de soporte para imágenes como las sombras danzantes o el evocador prólogo que alude a la trata de esclavos. En escena, cuerpos, símbolos y memorias se superponen. El vestuario, diseñado por Acosta junto a Melissa Orantes, acompaña esta lógica con tejidos y formas que conectan visualmente con lo afrocaribeño rozando la literalidad.
Uno de los gestos más valiosos del montaje es su voluntad de construir puentes entre la afrodescendencia local y los referentes culturales de la diáspora africana en América Latina. La aparición de figuras como Prudencia Ayala, o las referencias a las Orishas Oyá (la centella, la que custodia el cementerio) y Yemayá (madre del mar, del mundo) establecen conexiones entre la experiencia individual de Efigenia y una red cultural más amplia que la conecta con herencias de otras tierras.
Negra me dicen plantea, desde el lenguaje teatral, una aproximación a la memoria afrodescendiente salvadoreña. Lo hace no solo mediante lo que se dice, sino también a través de la disposición del cuerpo, el ritmo del movimiento, el uso de los objetos y la espacialidad ritualizada. En escena, lo íntimo y lo colectivo se entrelazan para configurar una narrativa que no busca afirmar una esencia, sino abrir preguntas sobre los procesos de transmisión, pérdida y reapropiación de identidad. La obra se planta como un acto de valentía y de amor por la memoria negada. El teatro, cuando se atreve a mirar hacia las raíces ocultas, deja de ser solo espectáculo: se convierte en gesto poético, en acto de justicia, en archivo vivo. Esta obra nos recuerda que las identidades no son esencias, sino procesos; que las raíces no se heredan sin más, se buscan, se disputan, se reinventan. Y que el escenario puede ser también un altar desde donde nombrarnos otra vez.