Nada/Dura/Siempre. Reflejos que nos sostienen
Por David J. Rocha Cortez / Fotos de René Figueroa.
El teatro tiene la capacidad de hablar de lo que ocurre en escena y, al mismo tiempo, de revelar lo que sucede en la vida de quienes lo interpretan. Nada/Dura/Siempre, producción de La Bocha Teatro y Metafórica, se sostiene en ese doble movimiento. Lo que comienza como un juego absurdo termina convirtiéndose en una exploración íntima donde los actores nos muestran que el escenario puede ser al mismo tiempo refugio y espejo.
La obra abre con una imagen desconcertante. Dos piedras, personajes inverosímiles, toman la palabra para anunciar la ruina inevitable de la humanidad. Desde esa primera escena, el humor y el absurdo colocan al espectador en un territorio ambiguo. No se trata de creer literalmente lo que se ve, sino de dejarse llevar por la paradoja. Las piedras hablan y, con ellas, emerge la pregunta por la fragilidad de nuestra propia existencia. Esa escena no busca dar una explicación, más bien nos conduce hacia otras capas de construcción donde poco a poco lo humano se filtra detrás de lo caricaturesco.
Uno de los ejes más interesantes de la obra es la manera en que utiliza la autobiografía como recurso teatral. En el teatro, la autobiografía aparece cuando los intérpretes no solo representan un papel ficticio, sino que también se atreven a hablar desde su propia experiencia. Esto no significa confundir la vida con el escenario, sino entender que las vivencias personales, al ser compartidas en un marco estético, se transforman en materia escénica. La confesión, el recuerdo y la voz en primera persona se convierten en herramientas para crear cercanía con la audiencia.
En Nada/Dura/Siempre esta dimensión es fundamental. Oscar Guardado y Paolo Salinas transitan distintos registros que van desde lo grotesco hasta lo confesional. Se mueven entre la invención de personajes y el acto de desnudarse simbólicamente frente al público. Esa oscilación construye un tejido dramático que nunca se acomoda en una sola forma. En cada gesto hay una tensión entre el artificio de la ficción y la verdad íntima de la biografía. Es en esa mezcla donde el espectáculo adquiere su fuerza.
La autobiografía no funciona aquí como anécdota personal ni como desahogo, sino como un mecanismo para hacer dialogar la vida con la representación. Los recuerdos, los temores, las inquietudes de los actores no se presentan como verdades absolutas, sino como destellos que iluminan lo colectivo. Lo que importa no es tanto lo que cada uno cuenta, sino la manera en que ese relato se entrelaza con la experiencia de quienes observan. El público reconoce en esas confesiones fragmentos de su propia vida. Esa es la potencia de lo autobiográfico en el teatro, abrir un espacio compartido donde la intimidad individual se convierte en materia común.

El espectáculo está atravesado también por un juego constante de revelaciones. Ensayos, discusiones y momentos de construcción de los personajes se ponen en escena para recordarnos que el teatro no es un producto acabado sino un proceso vivo. Esa exposición del “cómo se hace” se vuelve inseparable de las confesiones personales. La obra se sostiene en el cruce entre la fabricación de la ficción y la irrupción de lo autobiográfico. En lugar de borrar los límites, los hace visibles para que podamos habitarlos con consciencia.
No es casual que esta obra aparezca en un momento en que otros estrenos recientes han insistido en la imposibilidad de crear arte. Desde distintas poéticas y lenguajes, varios grupos escénicos del país han vuelto sobre la misma pregunta: cómo sostener la creación en un contexto que parece poner a prueba, una y otra vez, la resistencia del teatro. Nada/Dura/Siempre se inscribe en esa conversación y aporta un matiz singular. No se limita a señalar los obstáculos ni a dramatizar las carencias, sino que convierte la imposibilidad en un territorio fértil, un espacio desde donde se puede imaginar otra manera de estar juntos. De esa forma, el espectáculo nos devuelve una experiencia de país, no como consigna explícita, sino como vivencia compartida que emerge desde el escenario.
El clímax llega con una imagen que se queda grabada en la memoria. Cada actor, en momentos alternos, se coloca un blazer cubierto de espejos que refleja la luz sobre el público. El efecto es múltiple. Los rostros de los asistentes se iluminan de manera intermitente y, mientras eso ocurre, los intérpretes toman la palabra para contar sus propias historias. No hay personajes intermediarios ni ficciones que los protejan. Se muestran tal cual, con sus dudas y fragilidades. El resplandor de los espejos convierte al público en parte de esa revelación, como si la vida de cada espectador también estuviera puesta en escena.

Esa escena concentra el sentido de toda la propuesta. El reflejo que recibimos desde el escenario no es solo luz, es también una invitación a reconocernos. Al escuchar a los actores hablar de sí mismos, comprendemos que la autobiografía en el teatro no es un gesto narcisista, sino un puente. Permite a los intérpretes abrir su mundo interior y, al mismo tiempo, ofrecer al público un espacio donde la experiencia personal se transforma en resonancia colectiva. En ese cruce, lo íntimo se vuelve universal.
El título de la obra, Nada/Dura/Siempre, parece escrito como un enigma. Nada dura, porque cada función se extingue apenas concluye. Siempre, porque lo que se vive en el escenario permanece en el recuerdo y en el cuerpo de quienes lo presenciaron. En medio de esas dos afirmaciones, el teatro nos recuerda su propia condición efímera y a la vez trascendente.
La propuesta de La Bocha Teatro y Metafórica confirma que el escenario puede ser un lugar de sinceridad radical. Guardado y Salinas no se limitan a mostrar personajes ficticios, también comparten pedazos de sus vidas. Esa decisión, arriesgada y generosa, es lo que convierte la obra en un encuentro verdadero. Cuando los espejos nos devuelven la luz y la palabra de los actores nos alcanza, sentimos por un instante que seguimos vivos. No porque el teatro nos lo diga, sino porque nos lo hace sentir en la piel.
En esa fugacidad se encierra la grandeza de Nada/Dura/Siempre. Un espectáculo que nos recuerda que el teatro es al mismo tiempo invención y verdad, artificio y vida, y que en cada destello podemos encontrar la certeza más simple y más necesaria: todavía respiramos, todavía estamos aquí.