El último viaje de la risa: una travesía escénica entre cuerpos y silencio
Por David J. Rocha Cortez


Entre el 26 y el 29 de junio, el Teatro Luis Poma fue escenario de El último viaje de la risa, espectáculo escrito y dirigido por Enrique Valencia y presentado por la agrupación salvadoreña Acento Escénica. La obra narra la historia de un grupo de comediantes ambulantes que viajan de pueblo en pueblo ofreciendo sus representaciones. En su camino llegan a un sitio llamado El Rojo, un lugar peculiar donde, según se les advierte, no se puede pasar, no se puede representar, y, sobre todo, no se puede reír. Esta advertencia da un giro definitivo al relato donde la vitalidad del juego actoral contrasta con una amenaza latente. Sin revelar los giros finales de la trama, es posible afirmar que el desenlace no es feliz; sin embargo, el recorrido está colmado de vida, de cuerpos en movimiento y de comicidad.
El espectáculo está basado en el teatro físico, características de Acento Escénica en sus producciones. Este enfoque no es únicamente una elección estética, sino una poética de creación que pone el acento en el cuerpo como vehículo fundamental del relato. En ese sentido, El último viaje de la risa avanza desde la acción, desde el gesto, desde el ritmo de los cuerpos en escena. La palabra está presente y se une al cuerpo para formar un equilibrio.


En términos generales, el teatro físico se nutre de tradiciones que privilegian el entrenamiento corporal del actor y su capacidad para construir sentidos sin depender exclusivamente del texto verbal. Si bien esta vertiente es amplia y abarca desde el mimo y la danza-teatro hasta las prácticas contemporáneas del teatro gestual o visual, en esta obra se aprecia una línea más cercana al teatro popular europeo, particularmente a la tradición de la commedia dell’arte. No se trata de una reproducción literal de sus arquetipos, pero sí de una apropiación de algunos de sus principios: el uso del cuerpo como medio expresivo exagerado, la construcción de personajes definidos por tipos sociales, la farsa como mecanismo narrativo y, sobre todo, la disposición del actor para entrar en juego con el espectador desde una complicidad lúdica.


El elenco, conformado por Leandro Sánchez, Juan Barrera Salinas, Luis Lozano, Roberto Martínez y Marvin Pleitez, da vida a esta troupe de comediantes con una energía que se despliega desde el primer momento. Cada uno de los actores habita un personaje con características particulares: están el líder soñador, el miedoso, el burlón, el inocente y el veterano. Estas figuras no están delineadas con psicología realista, sino con trazos arquetípicos que remiten al universo de las máscaras, aunque no se utilicen literalmente. Los movimientos son amplificados, los gestos se expanden y las voces se convierten en matices de una partitura coral que oscila entre el delirio y la ternura.


La estructura dramatúrgica de la obra se organiza en torno al viaje, un motivo clásico en el teatro de carpa y en el teatro itinerante. En este caso, el trayecto no solo es geográfico -de pueblo en pueblo- sino simbólico, pues el grupo transita de la celebración al desconcierto, del bullicio del tablado al silencio que impone El Rojo (destino de su viaje). El espacio escénico es mínimo, pero altamente funcional: una carreta que se convierte en tablado, en casa rodante, en escondite y en símbolo de ese arte que se transporta, se adapta y resiste. Esta multifuncionalidad recuerda a las prácticas del teatro popular en la historia, donde el escaso acceso a recursos técnicos era compensado por la imaginación escénica y la capacidad de reutilizar lo disponible.
La historia se desarrolla con una economía de recursos admirable. La escenografía se mantiene casi inalterable, y son los cuerpos los que transforman el espacio. Hay momentos en los que la atmósfera se carga de tensión, pero nunca se abandona del todo la dimensión cómica. Incluso en las escenas más densas, los actores mantienen el ritmo vital que los caracteriza como comediantes: sus cuerpos parecen decir que, mientras haya posibilidad de moverse, hay posibilidad de hacer reír. Esta idea se instala desde el inicio y se mantiene, incluso cuando las circunstancias del relato vuelven cada vez más difícil la tarea de representar.


En lo que respecta a la inspiración en la commedia dell’arte, hay varios elementos reconocibles: la utilización de tipos -como el fanfarrón, el tonto, el pícaro-, la repetición de ciertos gags o situaciones cómicas (como los enredos o malentendidos), y el ritmo marcado por una especie de partitura física que recuerda la improvisación estructurada de las compañías renacentistas. Sin embargo, el montaje no se limita a reproducir esta tradición, sino que la actualiza desde una sensibilidad contemporánea. No hay máscaras, pero hay gestualidades codificadas.


Acento Escénica logra aquí consolidar un lenguaje propio, que combina la herencia del teatro físico con una mirada local, profundamente anclada en los modos de hacer del teatro salvadoreño independiente. La obra no se piensa como un experimento formal, sino como una experiencia de comunicación directa con el público. Esa cercanía se nota en los momentos en que los actores interpelan al espectador, lo hacen cómplice de su juego o lo invitan, sin palabras, a habitar ese espacio donde todo es posible mientras dure la función.


El último viaje de la risa es, sobre todo, una celebración del oficio teatral. Sus intérpretes no solo actúan: cantan, bailan, caen, se levantan, repiten, fallan, insisten. En cada gesto se lee el trabajo de ensamble, la afinación del conjunto, la precisión de un grupo que ha decidido contar una historia desde el cuerpo, el ritmo y la complicidad. La última escena -que no detallaremos- deja al espectador con una sensación ambigua. No hay moraleja, pero sí una conclusión emocional. La risa, aquí, no es solo un recurso escénico: es una forma de estar en el mundo. Por eso, cuando se apagan las luces, no queda solo la imagen de un grupo de actores sobre un escenario, sino la estela de lo que intentaron preservar: el derecho a contar historias, a hacer reír y, con ello, a afirmar la vida incluso en los lugares donde todo parece haber sido prohibido.