El Cavernícola: convivencias y carcajadas compartidas

Por David J. Rocha Cortez

Hace dieciséis temporadas, cuando Roberto Salomón decidió montar El Cavernícola pocos imaginaron que aquel unipersonal sobre la vida en pareja se convertiría en la producción más longeva y taquillera del Teatro Luis Poma. Hoy, con más de 40,000 espectadores locales y funciones en Honduras y Nicaragua, el montaje se ha asentado como un auténtico fenómeno sociológico: un punto de encuentro donde el público va tanto a reírse de los clichés que heredó como a comprobar si, al cabo, sigue habitándolos.

El texto original de Rob Becker -escrito al calor de los debates “hombres vs mujeres” de los noventa- propone un menú de chistes sobre la aparente incompatibilidad emocional entre ambos géneros. La versión de Salomón desplaza ese eje beligerante y lo sustituye por otro más incisivo: ¿cómo se negocia la convivencia cotidiana en un país donde el matrimonio todavía arrastra el peso de los mandatos patriarcales? Al colocar el foco en una pareja joven, el montaje revela que los roles “cazador” y “recolectora” sobreviven. La audiencia se reconoce enseguida. 

Fernando Rodríguez sostiene el unipersonal con una energía expansiva capaz de poblar el escenario de voces y gestos distintos. Su oficio radica en capturar el instante doméstico -la mirada que reprocha, el suspiro que oculta fatiga, la risa cómplice que desarma una discusión- y amplificarlo sin perder naturalidad. Así, cada anécdota describe el delicado equilibrio entre el deseo de independencia y la necesidad de complicidad, un territorio donde todos los espectadores reconocen algo propio.

En el panorama teatral local, El Cavernícola ha servido como puerta de entrada a espectadores que jamás habían presenciado una puesta en escena. Su éxito ha demostrado que la comedia inteligente puede ser una aliada estratégica para cultivar públicos. Que un mismo espectador haya vuelto una docena de veces, como cuenta Fernando Rodríguez, habla no solo de fidelidad, sino de la necesidad de revivir la experiencia en distintos momentos vitales: “cada visita pone a prueba si uno cambió… o si sigue tropezando con las mismas piedras”, dice el actor.

La puesta en escena se construye, también, desde la cercanía. No hay moralina ni queja reiterada: el texto avanza con la curiosidad de quien observa al otro por primera vez, buscando entender cómo se construyen las pequeñas alianzas que sostienen el amor cotidiano. Esa frescura explica por qué tanta gente regresa acompañada por personas distintas: un padre que lleva a su hija ya adulta, una pareja que invita a sus amigos recién casados, colegas que desean contrastar sus propias rutinas. Cada visita reabre preguntas sobre la forma en que compartimos el espacio, los sueños y el tiempo.

El impacto de El Cavernícola trasciende la risa. Durante 16 años de temporadas ininterrumpidas, la obra ha abierto la puerta del teatro a miles de espectadores primerizos y ha demostrado que la comedia puede ser un vehículo para conversaciones esenciales. Entre bromas y silencios, el montaje plantea: ¿de qué manera dialogamos sin imponernos? ¿Cuánto espacio concedemos a la vulnerabilidad del otro? ¿Qué ritos heredados todavía pesan sobre nuestros acuerdos?

La producción de Teatro Luis Poma celebra su longevidad como un gesto de confianza mutua entre escenario y público. Cada función confirma que las tensiones de la convivencia no pasan de moda: evolucionan con la tecnología, con las transformaciones laborales y con los cambios en los roles familiares, pero siguen pivotando sobre la misma pregunta: ¿Cómo podemos estar juntos sin perdernos? El Cavernícola no ofrece fórmulas, solo interroga con humor y deja que el eco siga resonando camino a casa. En esa complicidad risueña radica su permanencia y su condición de fenómeno social: el público ríe, piensa y, al final, se descubre un poco más dispuesto a tender puentes dentro de su propia cueva contemporánea, a construir relaciones cada vez menos cavernarias y más humanas. 

 

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