El amor ante el fin del mundo

Por David J. Rocha Cortez

Fotos por René Figueroa

Hay algo profundamente inquietante en observar a dos cuerpos que se preparan para el fin del mundo. Helmut e Ilse, los protagonistas de Hacer el amor en el refugio atómico, se enfrentan al derrumbe de todo lo conocido mientras intentan sostener el amor en medio de la catástrofe. Esta historia fue una novela corta de Álvaro Menen Desleal, escritor salvadoreño que exploró con lucidez el absurdo y la fragilidad de la existencia. En su texto, el encierro se convierte en espejo y metáfora. El refugio, más que resguardo, es un espacio de revelación donde los personajes se despojan de sus certezas y descubren que amar también puede ser una forma de destrucción.

Oscar Suncín retoma este universo literario y lo traslada al teatro con Deus Ex Machina y Teatro Conjunto. Como director y dramaturgo, condensa la trama hasta dejarla en su esencia: el cuerpo, la palabra y angustia. La puesta en escena oscila entre lo poético y lo minimalista, con un lenguaje que abandona la acción tradicional para transformarse en un juego de ritmo y contrapunto. Esta estrategia, conocida como desdramatización, rompe la linealidad del relato para centrar la atención en la palabra y en la vibración emocional de los actores. Lo que se despliega en escena no es tanto una historia como una experiencia del derrumbe.

Hay en este montaje un aire existencialista, una presencia de Nietzsche que flota entre los escombros. Helmut e Ilse no buscan salvarse del apocalipsis, sino comprender el sentido de permanecer juntos cuando todo se ha desmoronado. En esa catástrofe íntima se despojan de los adornos del amor y quedan expuestos ante su propia fragilidad. Lo que vemos en escena no es solo el fin de un mundo exterior, sino el derrumbe interior que implica mirarse sin refugios simbólicos.

El teatro existencialista, desde Sartre y Camus, no intenta ofrecer respuestas sino desnudar la condición humana ante el absurdo. Suncín recoge esa herencia y la actualiza con un lenguaje corporal que sugiere más de lo que explica. La palabra no actúa como vehículo de certezas, sino como eco que se repite hasta vaciarse. El refugio se vuelve así una metáfora del escenario mismo, un espacio donde los cuerpos resisten a la nada mediante el gesto, la respiración y la mirada. En la tensión entre destrucción y deseo se cifra la experiencia del derrumbe.

Las actuaciones de Mabel Rivas (Ilse) y Carlos Córdova (Helmut) sostienen esta tensión entre la lucidez y el derrumbe. Córdova transita con naturalidad por distintos registros: lo naturalista, lo grotesco, lo vulnerable. Su trabajo evidencia una libertad escénica que lo hace habitar el absurdo con una serenidad profunda. Rivas, por su parte, ofrece una interpretación contenida, de precisión técnica y emocional, que en algunos momentos parece anclada a lo naturalista. Tal vez su personaje pide más riesgo. La Ilse que imaginamos y que se nos dibuja en el escenario podría dejarse caer un poco más en la grieta que la obra propone. Sin embargo, la química entre ambos y la confianza que se percibe en escena sostienen el pulso del montaje. El trabajo del dúo de actores es fundamental para todo el avance del montaje. En ambos radica la potencia creadora.

Visualmente, Hacer el amor en el refugio atómico se construye sobre una estética de claroscuros, un territorio donde la penumbra se vuelve lenguaje. Las luces tenues, los destellos mínimos, la bombilla que pende sobre el escenario y el uso de linternas transforman la oscuridad en materia dramática. No hay luz sin conciencia del abismo, parece decir la escena. Esa penumbra no oculta, sino que revela los gestos más íntimos: un roce, una respiración, un temblor compartido.

El sofá verde al centro funciona como anclaje de lo cotidiano, un vestigio del mundo anterior que sobrevive entre sombras. Sobre ese eje doméstico se despliega el juego visual entre la crudeza del cuerpo y la artificiosidad del color. Los guiños camp y kitsch —tan propios del universo de Oscar Suncín— irrumpen con ironía en medio de la catástrofe. Lo camp apela al gusto por el exceso y la teatralidad, a una estética que celebra lo exagerado y lo artificial. Lo kitsch, en cambio, se nutre de lo sentimental y lo popular, de esos objetos o colores que rozan lo cursi pero que, en escena, adquieren un brillo inesperado. En las proyecciones geométricas de colores cálidos, en los gestos paródicos o en la tensión entre lo íntimo y lo decorativo, esas estéticas conviven con la desnudez y la fragilidad de los intérpretes. La mezcla entre tragedia e ironía produce una atmósfera de extraña lucidez, un refugio que no protege, sino que desnuda.

Quizá por eso, al final, el refugio no sea solo el espacio donde Helmut e Ilse se resguardan del fin, sino el lugar donde el teatro se pregunta por su propio sentido. Hacer el amor en el refugio atómico se apoya en una mirada filosófica existencialista que no se queda en la angustia, sino que la convierte en material para la escena. Podemos decir que la obra tiene su propio pensamiento escénico ya que transforma una idea filosófica —la libertad, el absurdo, la búsqueda de sentido— en imágenes, movimientos y silencios que el público puede sentir. En la filosofía y la literatura, desde Nietzsche hasta Sartre, el existencialismo ha insistido en la libertad como condena y posibilidad. Los cuerpos de los actores, su respiración y su vulnerabilidad representan las preguntas que la filosofía solo puede formular con palabras. La puesta en escena —entre la penumbra y el artificio— logra que se vuelva experiencia sensible.

Más allá de esas ideas filosóficas, la obra también tiene como trasfondo una ética de trabajo que atraviesa todo el proceso. Deus Ex Machina y Teatro Conjunto construyen su práctica desde el consenso, la confianza y el afecto. Esto significa que sus montajes nacen de la escucha, del intercambio y del cuidado mutuo, no de la imposición de una sola voz o una verdad única. En ese modo de crear juntos hay también una postura política: hacer teatro sin violencia, desde el respeto y la colaboración. En un medio donde los procesos suelen ser exigentes y a veces desgastantes, esta obra recuerda que pensar, crear y cuidarse pueden ser gestos inseparables. En esa claridad humana, más que en la oscuridad del refugio, resplandece la esperanza del teatro.