“Cronémica de dos vidas: el tiempo como hogar”

Por David J. Rocha Cortez

En el escenario de Cronémica de dos vidas el tiempo no es solo tema, es materia visible. Un gran reloj suspendido en estructuras metálicas móviles preside la escena como si fuera el corazón del espacio. Cada desplazamiento de esos andamios con ruedas, cada cambio de luz, parece ajustar las manecillas de una maquinaria secreta que organiza el relato. Con este espectáculo, Dioniso Compañía Artística cierra la temporada 2025 del Teatro Luis Poma y propone algo más que una historia: un encuentro sensible sobre cómo habitamos el tiempo y cómo el teatro puede volverlo experiencia compartida.

La obra sigue la historia de Cecilia y César en un doble registro. Están los personajes jóvenes, atravesados por el impulso del deseo, la confusión y los secretos que aún no encuentran palabras. Y están las versiones adultas, marcadas por la memoria, por lo que se dijo tarde y por lo que jamás se dijo. Los cuatro emprenden un viaje temporal que no ocurre en la lógica de la ciencia ficción, sino en la lógica del acontecimiento teatral. No vemos máquinas fantásticas ni cambios de época realistas, vemos cuerpos que se desdoblan y dialogan con sus propias huellas, vemos escenas donde pasado y presente se tocan en el mismo cuadro, como capas superpuestas de una misma vida.

Aquí el tiempo funciona como elemento del texto dramático y de la puesta en escena. Si la tradición clásica hablaba de una unidad de tiempo que concentraba la acción en un lapso lineal, Cronémica de dos vidas toma esa idea y la desplaza. El reloj escénico marca una duración concreta, sin embargo la dramaturgia lo estira, lo pliega, hace que una conversación pendiente vuelva una y otra vez hasta encontrar su forma. El tiempo del relato no es lineal; avanza, retrocede, se bifurca. La unidad, entonces, no reside en la cronología, sino en el desarrollo del acontecimiento, en cómo las escenas se organizan rítmicamente para que el espectador sienta que todo está ocurriendo ahora.

La obra se acerca a la identidad sexual y a los secretos que se guardan “como olvidos”, esos silencios que marcan amistades, familias, caminos de vida. Pero lo hace desde la potencia de la amistad. La relación entre Cecilia y César, en sus dos edades, es el centro afectivo del montaje. La amistad aparece como abrazo, como casa, como refugio que sostiene incluso cuando el mundo señala la diferencia o la vuelve tabú. El viaje en el tiempo no es solo para arreglar errores, es para recuperar la posibilidad de mirarse con ternura, para reconocer y acompañar al adolescente asustado que fuimos y ofrecerle una mano.

Uno de los aciertos del espectáculo está en el elenco y en el diálogo generacional que propone. Regina Cañas, Paola Miranda y César Pineda trazan un primer camino, el de actrices y actores consagrados de la escena salvadoreña, cuya experiencia se siente en la precisión del gesto, en la forma de sostener los silencios, en la naturalidad con que transitan del humor a la grieta emocional. A su lado, Maru Gálvez, Luis Callejas, Neto González y Mariam Santamaría inscriben la vitalidad de una nueva generación. No hay ruptura, hay puente. Los estilos de actuación se encuentran en una cadencia común: las entradas y salidas se engranan con exactitud, los diálogos cruzados fluyen, las escenas corales funcionan como una partitura donde cada cuerpo sabe cuándo avanzar, cuándo contenerse.

La puesta en escena aprovecha esa sincronía. Las estructuras metálicas se desplazan y configuran distintos espacios –habitación, parada de bus, el interior del reloj– sin necesidad de naturalismo. La dirección física de Roberto Cardona enfatiza la dimensión coreográfica del movimiento. Hay algo casi dancístico en la forma en que Cecilia joven es arrastrada hacia el pasado o en ese gesto en que César adulto detiene a su doble más joven, como si quisiera protegerlo de sí mismo. El cuerpo sigue siendo, como en otros trabajos de Dioniso, un medio expresivo central, capaz de decir lo que la palabra no alcanza, de encarnar deseos, miedos, culpas.

La tríada que encabeza el proyecto creativamente –Otto Rivera en la dramaturgia, Emmy Mena en la dirección y Roberto Cardona en la dirección física– marca también un giro para la compañía. Dioniso, que ha trabajado durante años desde una poética, un estilo, donde el cuerpo, la exploración coreográfica y los temas incómodos son fundamentales, mantiene aquí esos pilares pero los reconfigura. Los jóvenes artistas asumen roles de dirección que no solo continúan la línea del grupo, sino que la desplazan hacia otras formas de decir y hacer. Se siente un tránsito, un deseo de abrir nuevos caminos sin renunciar a la memoria de lo construido. También en ese nivel la obra habla de tiempo, pues una etapa se cierra y otra se abre.

El final de Cronémica de dos vidas deja una sensación particular. No salimos con la idea de que el tiempo se ha resuelto, de que basta viajar al pasado para arreglar lo que duele. Salimos con la intuición de que el tiempo está hecho de encuentros, de que nuestra biografía no se mide solo en años, sino en los otros que hemos encontrado en el camino. En esas personas que nos marcan, en las decisiones que tomamos por miedo o por amor, en las palabras que no dijimos a tiempo pero que tal vez podemos pronunciar ahora, en la oscuridad compartida de una sala teatral. Al cierre, el reloj escénico marca el fin de la función, pero por debajo del tabloncillo laten otros relojes, el de la primera vez que nos supimos raros, el del instante en que una amistad nos salvó, el de aquella noche en que el teatro nos ofreció un lugar para decir lo indecible. Para quienes hemos sido señalados por ser “diferentes” –por amar distinto, por no encajar en las normas, por desbordar las casillas– el teatro ha sido casa y refugio, un sitio donde esa diferencia se vuelve potencia creadora y no vergüenza. Y comprendemos que el tiempo quizás no cura del todo, pero el encuentro sí, y que cada función es una forma de volver a reparar lo que parecía roto.

 

Fotos por René Figueroa.