"Arte o el sentido de la amistad"

Por David J. Rocha Cortez

El “Segundo Acto” de la temporada 2025 del Teatro Luis Poma abrió con la puesta en escena Arte y con ello lanzó una provocación directa al público salvadoreño: si un lienzo completamente blanco puede costar una fortuna, ¿Cuánto valen nuestras amistades cuando chocan con el ego y el dinero? El texto de Yasmina Reza - clásico absoluto desde 1994 - llega más fresco que nunca porque su tema central, la fragilidad de los vínculos masculinos en la era del consumo, sigue punzando como aguja.

En la trama, Sergio desembolsa una cifra obscena por una pintura de Antrios. Marcos, su amigo de toda la vida, se siente estafado por el arte contemporáneo y, de paso, insultado: “¿Cómo pudiste comprar esa cosa?”. Entre ambos queda atrapado Yvan, experto en diplomacia inútil, que solo quiere paz y cero dramas. Lo que arranca como discusión estética se convierte rápido en terapia colectiva: orgullo, inseguridad y necesidad de aprobación se exhiben, y cada réplica afilada descose un poco el tejido de la amistad.

Roberto Salomón dirige con la convicción de que menos es más. Acompañado del diseño de Roberto Baíza, el escenario se reduce a una serie de repeticiones de rectángulos grises. Vemos un suelo gris delineado, un marco que recibe casi todo el fondo del escenario, utilería rectangular y un marco pequeño que entra y sale de escena. Todo esto construye un encuadre visual que nos guía como espectadores. El minimalismo no es moda sino estrategia: obliga a que el público mire de frente la tensión que flota en escena.

A ese lienzo desnudo Salomón le añade un giro: apartes directos al espectador. De repente los personajes rompen la cuarta pared y confiesan aquello que jamás dirían ante sus amigos. Sergio se justifica, Marcos destila sarcasmo venenoso, Yvan admite que vive al borde del colapso. El recurso humaniza, vuelve cómplice al público y, sobre todo, muestra que los verdaderos cuadros blancos somos nosotros, llenos de vacíos que intentamos tapar con opiniones tajantes.

Hablemos del trío actoral. Carlos Córdova construye un Sergio refinado, casi hierático; cada paso parece calibrado milimétricamente. Fernando Rodríguez hace de Marcos un crítico feroz que endulza su bilis intelectual. Pechan Osorio, como Yvan, es el pegamento que mantiene el triángulo vivo: hiperventila, se retuerce, transita de la ternura al estallido en segundos. El contraste no es adorno: revela tres modos de sobrevivir al conflicto y, por extensión, de habitar el mundo. El clímax, la pelea cuerpo a cuerpo con el cuadro como excusa, se vuelve un baile coreografiado al milímetro. Sergio y Marcos suben decibeles, Yvan se mete al medio como parachoques humano, y de pronto Osorio lanza una acrobacia que rompe la solemnidad y confirma que la mejor comedia nace del riesgo físico. La sala explota en carcajadas, pero queda la inquietud de reconocerse en discusiones igual de absurdas.

Cuando llega el desenlace y Sergio permite que Marcos dibuje líneas sobre la valiosa pintura, el gesto se siente liberador: los amigos se ríen de su propia tontería y la tensión cede. Pero Salomón guarda un as bajo la manga. Los tres personajes se miran, respiran y atraviesan el marco gigante que enmarca el escenario. Lo cruzan como si abandonaran la obra y se colaran en nuestra realidad. Esa imagen -cuerpos atravesando la frontera de la ficción- funciona como

metáfora demoledora: la amistad, igual que el arte, solo existe mientras alguien decide creer en ella; traspasar el marco es recordarnos que todo vínculo puede, de un momento a otro, derrumbarse o reinventarse. Aquí el teatro muestra sus cartas: nos ofrece una mentira -un cuadro blanco, una pelea absurda- para hablarnos de algo muy cierto.

Con esta producción, el Teatro Luis Poma reafirma su misión de poner a prueba al espectador. Arte no ofrece respuestas fáciles; al contrario, nos lanza preguntas incómodas sobre los criterios con que juzgamos la belleza, la amistad y el valor de las cosas que decimos que amamos. A través de la risa, nos enfrentamos a una certeza inquietante: todos cargamos con nuestro propio “cuadro blanco”, esa idea o gusto que defendemos con uñas y dientes, incluso si en el camino ponemos en riesgo los vínculos que más importan.

Arte nos deja así: riendo, pensando y, sobre todo, midiendo el peso real de lo que decimos amar. Porque si algo deja claro ese gesto final es que el marco que separa la ficción de la vida es frágil. Basta un paso para atravesarlo. El teatro nos guiña el ojo y susurra, como quien comparte un secreto: Del otro lado del marco, sigues siendo tú quien decide cuánto vale tu cuadro… y cuánta ternura puede sostener tu amistad.